Defendiendo su cuerpo casi inerte de la naturaleza misma, caprichosa, incomprensible, en una reacción que nunca había visto antes, que no me podía explicar, el pequeño aprendiz de ave, se movió de manera espasmódica sobre el trozo de imitación de pasto. Sentí una devastación sofocante, como de mis años de infancia, que me quería hacer llorar.
Detuve al otro animal, más con mis palabras que con la fuerza física que debí haber puesto antes, para que no matara al bebé pájaro. Lo puse sobre mi mano, queriéndome disculpar por tantas cosas...por no haber detenido al perro antes, por creer que era un roedor, por asustarme al escuchar su grito de ayuda, por no haber logrado que saliera con vida de los colmillos de lustro de mi amigo canino.
¿Por qué lo había matado? ¿Por qué alguien permitiría que eso pasara? ¿Por qué... no lo detuve? ¡Lo vi morir, a 20 centímetros de distancia! ¡Vi la última vez que llenó su pecho de aire! Tal vez ni siquiera fue capaz de volver a exhalar.
¿Por qué no lo salvé? Porque ahora parece que estoy por padecer una tristeza adjudicada, una angustia de por vida, de por muerte, de condenar a yacer sobre la tierra a una criatura que debería estar dejando caer sus desechos sobre el hombro de algún burócrata central, navegando entre aires capitalinos. Yo sólo quería que viviera.
"Ya se murió", dijo mi madre. "Ya dejó caer el cuello". Y en es instante, una parte de lo que me volvía alegre desde que nací, se desvaneció también, volviéndome lúgubre, como si fuera el burócrata de manchas orgánicas, pero sin sindicalizar.
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