viernes, 17 de marzo de 2017

Hace dos noches

Llegamos a la reunión cerca de las ocho de la noche. Hacía un poco de calor y sentí con gran incomodidad que el estrés de estar allá me empezaba a empapar la ropa. Hace tiempo que tengo ese problema.


Todos con pareja. Me molestan estos rituales en los que tengo que actuar como si los presentes me cayeran bien. De pronto ni siquiera mi compañía me divertía lo suficiente.


Que no se malinterprete: me gustaba, estaba bien (y únicamente bien), pero las ocasiones sociales con quienes no eran mis amigos me ponían de malas. Especialmente si todos beben, menos yo. No importa. Me preparé para una noche cualquiera y dejó de serlo cuando vi al supervisor de procedimientos de mi empresa.


Por una parte, me intimidaba tener que compartir con alguien de peso, pero por otra, siempre me había intrigado aquél sujeto. Era un tipo altísimo, silencioso pero agradable. Tenía una presencia innegable y era la clase de persona de la que cualquiera querría tener como amigo, a pesar de lo aburrido que suena su título. No era el hombre más atractivo de la planta, sin embargo había algo de llamativo e imperdible que me hacían contemplarlo con interés. 


Inmediatamente noté su loción. Siempre me han fascinado esas cosas que nos hacen recordar a alguien tan claramente. Llevaba el cabello un poco en desorden y veía cansado. Tal vez hacía solo una hora que estaba fuera del trabajo.


Me saludó sin recordar mi nombre, aunque nos presentaron antes más de una vez. Se acomodó cerca de nuestros asientos, afortunadamente, y traté de ser amigable. Ahora sí.  Alfonso. Iba a llamarlo por su nombre. Como si fuéramos iguales.


Nada nuevo. Intercambiamos tal vez un par de palabras, aprovechando que la gente apenas estaba llegando al lugar. Quizá traté de impresionarlo hablando de la planificación de la última semana en mi departamento. No le movió un cabello. 


Con el ajetreo, el flujo de empleados, personajes, bebidas y ñoñerías, terminamos todos en sitios distintos, y ya no podía tampoco poner la suficiente atención para alcanzar a escuchar de qué hablaba el supervisor, a unos metros de donde estaba yo, rodeándole el cuerpo al bulto de al lado (y mi indiferencia es responsable) con el brazo derecho y una copa en la mano izquierda sin sentir mucha pasión por ninguno de los dos extremos.


Ya sé que sabes qué era lo siguiente, pero yo no lo sabía. Me enfoqué en mirarlo sentado cómodamente en una de las salas. Mi mesa estaba repleta de pláticas innecesarias en bocas de quienes se aferran a una existencia vacía, como todo lo que hacen, y terminan en una bola de nieve y banalidades que francamente me han aburrido los cinco años que comparto labores con ellos.


Pero volvía. Tenía los ojos puestos en sus piernas, ligeramente separadas. Alcé la vista para llegar a conocer completa su postura. Estaba cansado. Alguien más también le hablaba y creo que como yo, no veía la hora de mandar a callar a todos y tirar la mesa, para luego irme. De paso, renunciar.


Me resistí a dejar que se fuera sin que supiera de mí. ‘¡Mírame, desgraciado! No eres todo lo que crees, y aquí hay bastante.’ Decidí que ya era suficiente, que ya se habían ido muchos días y yo seguía siendo la misma persona y no ofrecía algo nuevo y no me llenaba nada.


Y me había hartado de la ropa pegada al cuerpo por causa del sudor y de las reuniones aburridas. Yo no iba a hacerme más preguntas, sino a darme respuestas. Y no es que me obsesionen  las ideas de la imposición, del poder, o de experimentar por todas partes. No, esto era sobre él. Sobre él y nadie más.


Con el poder de la sobriedad (no bebí más que aquella copa floja y desolada), caminé detrás de Alfonso con dirección al baño, sin que lo notara. También lo hice con dudas, pero más con coraje que antes. Burlar las miradas del resto en ese momento y con esa cantidad de botellas vacías, fue sencillo.


Dejé que entrara a un espacio y yo me quedé afuera, sin hacer ningún movimiento. Los segundos que entonces transcurrieron fueron eternos, ¡obviamente! Y a mí terminó de recorrerme la espalda una gota de transpiración como toque final. Qué desastre previo.


Salió a lavarse las manos sin notar aún mi presencia. Y estaba todo listo. Avancé con naturalidad hasta donde estaba y sin más conflicto tomé con firmeza sus hombros, como la diferencia de estaturas me lo permitió. Nos miramos a los ojos y me dejó besarlo. No puedo decir si fue bastante, pero sí fue claro.


Correspondió al ataque y no estaba borracho. Menos mal. Una amonestación de ese tamaño por acoso laboral no me haría ningún bien, por más monótono que fuera mi expediente. Regresé a no pensar en eso. Seguí abrazándolo mientras me abrazaba, mientras presionaba su pecho contra mí, mientras me besaba un poco más, con prisa, con torpeza y con miedo.


Ahí estaba mi respuesta. Tal como había imaginado. Me aparté de mi supervisor favorito. Seguimos mirándonos por dos segundos. Ahora él dio un paso atrás. Le sonreí y con ello le daba las gracias. No me preocupaba lo que viniera después.


Alfonso también sonrió. ‘Nunca había hecho esto’. ‘Ni yo’, le respondí. Probablemente quiso hacer como si el alcohol lo dominara y yo le dejé creer que le creía.


No supimos qué hacer. Era algo nuevo, pero esto, ESTO. ESTO: Alfonso, el beso, la aceptación de la belleza de un individuo común, nadie podría arrebatármelos. Ni siquiera un gusto debe darse por un hecho. Me gustaba él como quien gusta de las flores.



El momento fue interrumpido con gracia cuando Efraín, mi compañero de división entró a los baños. Él sí estaba en condiciones un poco etílicas. ‘Roberto, Mayela te buscaba’. Asentí. Había que regresar a la realidad. Afuera me esperaban una novia y un estatus simple. Aún así, siguió sin preocuparme el futuro próximo. La noche estuvo completa.


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