Llegamos a la reunión cerca de las ocho de
la noche. Hacía un poco de calor y sentí con gran incomodidad que el estrés de
estar allá me empezaba a empapar la ropa. Hace tiempo que tengo ese problema.
Todos con pareja. Me molestan estos rituales en los que tengo que actuar como si los presentes me cayeran bien. De
pronto ni siquiera mi compañía me divertía lo suficiente.
Que no se malinterprete: me gustaba, estaba
bien (y únicamente bien), pero las ocasiones sociales con quienes no eran mis
amigos me ponían de malas. Especialmente si todos beben, menos yo. No importa. Me
preparé para una noche cualquiera y dejó de serlo cuando vi al supervisor de
procedimientos de mi empresa.
Por una parte, me intimidaba tener que
compartir con alguien de peso, pero por otra, siempre me había intrigado aquél
sujeto. Era un tipo altísimo, silencioso pero agradable. Tenía una presencia
innegable y era la clase de persona de la que cualquiera querría tener como
amigo, a pesar de lo aburrido que suena su título. No era el hombre más atractivo de la planta, sin embargo había algo de llamativo e imperdible que me hacían contemplarlo con interés.
Inmediatamente noté su loción. Siempre me
han fascinado esas cosas que nos hacen recordar a alguien tan claramente.
Llevaba el cabello un poco en desorden y veía cansado. Tal vez hacía solo una
hora que estaba fuera del trabajo.
Me saludó sin recordar mi nombre, aunque
nos presentaron antes más de una vez. Se acomodó cerca de nuestros asientos,
afortunadamente, y traté de ser amigable. Ahora sí. Alfonso. Iba a llamarlo por su nombre. Como si
fuéramos iguales.
Nada nuevo. Intercambiamos tal vez un par
de palabras, aprovechando que la gente apenas estaba llegando al lugar. Quizá
traté de impresionarlo hablando de la planificación de la última semana en mi
departamento. No le movió un cabello.
Con el ajetreo, el flujo de empleados,
personajes, bebidas y ñoñerías, terminamos todos en sitios distintos, y ya no
podía tampoco poner la suficiente atención para alcanzar a escuchar de qué
hablaba el supervisor, a unos metros de donde estaba yo, rodeándole el cuerpo
al bulto de al lado (y mi indiferencia es responsable) con el brazo derecho y
una copa en la mano izquierda sin sentir mucha pasión por ninguno de los dos
extremos.
Ya sé que sabes qué era lo siguiente, pero
yo no lo sabía. Me enfoqué en mirarlo sentado cómodamente en una de las salas.
Mi mesa estaba repleta de pláticas innecesarias en bocas de quienes se aferran
a una existencia vacía, como todo lo que hacen, y terminan en una bola de nieve
y banalidades que francamente me han aburrido los cinco años que comparto
labores con ellos.
Pero volvía. Tenía los ojos puestos en sus
piernas, ligeramente separadas. Alcé la vista para llegar a conocer completa su
postura. Estaba cansado. Alguien más también le hablaba y creo que como yo, no
veía la hora de mandar a callar a todos y tirar la mesa, para luego irme. De
paso, renunciar.
Me resistí a dejar que se fuera sin que
supiera de mí. ‘¡Mírame, desgraciado! No eres todo lo que crees, y aquí hay
bastante.’ Decidí que ya era suficiente, que ya se habían ido muchos días y yo
seguía siendo la misma persona y no ofrecía algo nuevo y no me llenaba nada.
Y me había hartado de la ropa pegada al
cuerpo por causa del sudor y de las reuniones aburridas. Yo no iba a hacerme
más preguntas, sino a darme respuestas. Y no es que me obsesionen las ideas de la imposición, del poder, o de
experimentar por todas partes. No, esto era sobre él. Sobre él y nadie más.
Con el poder de la sobriedad (no bebí más
que aquella copa floja y desolada), caminé detrás de Alfonso con dirección al
baño, sin que lo notara. También lo hice con dudas, pero más con coraje que
antes. Burlar las miradas del resto en ese momento y con esa cantidad de botellas
vacías, fue sencillo.
Dejé que entrara a un espacio y yo me
quedé afuera, sin hacer ningún movimiento. Los segundos que entonces transcurrieron
fueron eternos, ¡obviamente! Y a mí terminó de recorrerme la espalda una gota
de transpiración como toque final. Qué desastre previo.
Salió a lavarse las manos sin notar aún mi
presencia. Y estaba todo listo. Avancé con naturalidad hasta donde estaba y sin
más conflicto tomé con firmeza sus hombros, como la diferencia de estaturas me lo permitió. Nos miramos a los ojos y me dejó
besarlo. No puedo decir si fue bastante, pero sí fue claro.
Correspondió al ataque y no estaba
borracho. Menos mal. Una amonestación de ese tamaño por acoso laboral no me
haría ningún bien, por más monótono que fuera mi expediente. Regresé a no
pensar en eso. Seguí abrazándolo mientras me abrazaba, mientras presionaba su
pecho contra mí, mientras me besaba un poco más, con prisa, con torpeza y con
miedo.
Ahí estaba mi respuesta. Tal como había
imaginado. Me aparté de mi supervisor favorito. Seguimos mirándonos por dos
segundos. Ahora él dio un paso atrás. Le sonreí y con ello le daba las gracias.
No me preocupaba lo que viniera después.
Alfonso también sonrió. ‘Nunca había hecho
esto’. ‘Ni yo’, le respondí. Probablemente quiso hacer como si el alcohol lo dominara
y yo le dejé creer que le creía.
No supimos qué hacer. Era algo nuevo, pero
esto, ESTO. ESTO: Alfonso, el beso, la aceptación de la belleza de un individuo
común, nadie podría arrebatármelos. Ni siquiera un gusto debe darse por un
hecho. Me gustaba él como quien gusta de las flores.
El momento fue interrumpido con gracia
cuando Efraín, mi compañero de división entró a los baños. Él sí estaba en
condiciones un poco etílicas. ‘Roberto, Mayela te buscaba’. Asentí. Había que
regresar a la realidad. Afuera me esperaban una novia y un estatus simple. Aún
así, siguió sin preocuparme el futuro próximo. La noche estuvo completa.
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