Nos
conocimos hace cerca de tres años. No era evidente (como en otras ocasiones)
que mis cartas estuvieran predichas, que mis ojos se posarían sobre los suyos
y, sin remedio, fuera incapaz de volver la mirada en algo o alguien más que en
esa alma noble y entrañable.
Así que abrumada solo por su
generalizada amabilidad (igual para mí que para un 90% de los seres humanos) y por
tener su personaje tan presente, me preocupaba por que los demás llegaran a
pensar que me interesaba de manera romántica, aunque en ese entonces no fuera
así.
Sin embargo, no niego que me
enorgullecía la manera en que se expresaba de mí con otros, ni rechazo su
acierto de aprenderse mi nombre entre tantos, o el hecho de que disfrutara de
mis chispazos de humor y demás desatinos, pero nunca vi (ni estaba buscando
ver) una señal de la existencia de algo más profundo que un sentimiento de
empatía. Entonces ocurrió y no puedo asegurar que para mi bien.
Era un día, una tarde, un
espacio, una situación, una vida como cualquiera a esa hora, hasta que en medio
del bullicio detuvo cada pensamiento que tuve antes, cada cosa en la que
creí con una inocente y efímera sonrisa. Una sonrisa que sólo me había regalado
a mí en ese momento.
Nunca había dicho nada, es
cierto, pero me eligió a mí. Como es de esperarse en una persona tan fácil de
impresionar, el repentino golpe pasional que desató en mi interior su acción me
quitó el juicio (si es que alguna vez lo tuve un poco) y nada fue todo, todo
fue nada y su mirada esquiva era mi aliento y su atención sobré mí unos
segundos fue mi hambre.
Al principio traté de tomarlo
como otra muestra de cariño fraternal, de compañeros de mundo, pero la
insistencia me consumió en silencio los días siguientes.
De pronto hice memoria de los
momentos en que nos cruzamos durante esos años que compartimos antes y para mí
la realidad comenzó a tomar forma: a pesar de ser sensible a reconocer cuando a
alguien llego a agradar, ignoré las pistas discretas entre nosotros y tantas
veces en que descubrí que me veía fijamente y después de manera sutil y en fading
out, hasta cambiar de objetivo.
Posterior a la conexión de tres
segundos, en las fechas sucesoras a duras penas me miró. Dejó de saludarme con
afecto y no intercambiamos palabra. Creí que este era un buen método:
ignorarnos como el mecanismo correcto para hacer crecer el deseo de
encontrarnos, por retrasar el placer. Y estaba en un error.
Tal vez se había dado cuenta de
que había hecho evidente su postura, o siendo francos su intención era empujarme
a sentir que yo podía malinterpretar los hechos y quiso revertir la marcha. El
caso es que probablemente todo esté en mi cabeza (que pronto vaya a recuperarme
del coma).
Puede ser que sí me he equivocado
con la huella de todos los perfumes que me dejaron los abrazos que di, pedí, me
arrebataron u ofrecieron, la marca indeleble de un par de latidos sincronizados
en pechos ajenos. Estar en otros brazos es estar siempre en soledad.
Y a veces pasa, porque la vida es así: un día te sonríe la posibilidad y otros te recuerda (sombría) regresar a tu consciente percepción de los hechos.
Y a veces pasa, porque la vida es así: un día te sonríe la posibilidad y otros te recuerda (sombría) regresar a tu consciente percepción de los hechos.
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