martes, 16 de mayo de 2017

Esquirlas (Parte III)

Dio un salto de la cama. Ya no estaba ahí. Ya no tenía el cuerpo apoyado sobre una cobija gruesa y calurosa, que nada tiene que hacer con nadie en estas fechas. No estaba más al frente de un abanico pequeño, que hacía lo que podía por circular un poquito de aire. Si me buscaban en el lugar más oscuro de la casa, no me iban a encontrar. 

Porque entonces estaba caminando cerca de otra, en la que crecí, como flor de concreto. Era de tarde. La avenida me llevó a Payande, y ésta a Cerro, después de ver la torre de ladrillos que formaban el campanario de una iglesia. Al llegar a mi destino, abrí ambas puertas sin necesidad de usar una llave y dentro vi las mezclas del tiempo por todas partes. 

Vi la marcha de azul que pintó mi hermano mayor, jurando que era verde (fue entonces cuando empezamos a sospechar de su daltonismo). Estaba a la altura de un escalón mal hecho y con una minúscula rampa que en un par de ocasiones pudo haberme matado. Vi más adelante una puerta medio rota por el  mismo hermano. Esta vez no había mascotas en el patio. 

No había nadie -aquí tampoco-,  y no se escuchaba un solo ruido. Pero detrás de esa puerta rota, que cerraba el cuarto de mis papás, estaba una recámara cualquiera. Al principio creí que iba a encontrar a alguien como lo recordaba ahí, pero no fue el caso. 

Y abajo de la cama una niña de unos cinco años, leyendo un libro que no era suyo, ni era para alguien de su edad. Leía sobre ranas venenosas. Estaba en el suelo, sobre el abdomen, con dos coletas en la cabeza. Me miró con intriga mientras yo adoptaba la misma posición. No me dijo nada, ni yo a ella. 

Quiero recordar cómo es que empezamos a hablar, pero le dije que venía a ayudarle, a decirle que no estuviera triste, que ella no tuvo la culpa, que no tenía que complacer a todos. Con el tiempo aceptó que le dolía. O que tenía muchos dolores. Le dolían los insultos, las acusaciones, las negligencias, el abandono, los golpes, la falta de defensores, los abusos y sentir que no importaba tanto si hablaba o no, si fracasaba o no, si sabía hacer algo o no.

Le sonreí y aunque no quisiera hacerlo, no podía hacer otra cosa. Para completar esta misión tenía que evitar juzgar a alguien, aunque sé que cualquiera se preguntaría cómo es que esto pasa. Le dije que estaba orgullosa de ella, que era una persona increíble, que era buena, inteligente, divertida, poderosa, que cuando creciera iba a recibir cada vez más amor, más del que pedía entonces. 

Salió de debajo de la cama y cuando estuvo de pie, se encontró conmigo de rodillas para abrazarla. Ni ella ni yo podíamos recordar que alguien antes le diera un abrazo así. Su coleta derecha me hizo cosquillas en el cuello. Estaba tal como la recordaba. Corrieron mis lagrimas de manera simultánea en sus hombros, así como en la almohada. Pensé en la fotografía que le tomó su hermana, con un vestido verde (como las ranas) en su modesta sala, y la misma sonrisa de siempre. 

Nos abrazamos tan fuerte y con tanto amor que regresó a mí, me dijo que me quería, que estábamos juntas, que todo estaba bien. Cuando me incorporé y me quité las lágrimas de la cara, empecé a caminar para irme. Bajé por la calle y seguí el camino que muchas veces tomé y me hizo volver, en esta ocasión, a mi cama. 

Y todo estaba igual. Sentí mi cuerpo apoyado en una cobija gruesa y calurosa, que nada tiene que hacer con nadie en estas fechas. Tenía al frente un abanico que luchaba por hacer circular un poquito de aire. Pero me equivoco, no todo estaba igual. Aquella noche debí haber empezado -oficialmente- a unir mis pedazos. 


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