viernes, 14 de abril de 2017

Ahora entiendo a los adictos (De 'Las Noches Despiertas')

Me ha llevado tiempo madurar ciertas ideas serias, como aceptar algo que acabo de descubrir, algo tan ríspido como afirmar que en este momento entiendo perfectamente a los adictos.  

¿Y cómo no? Es lógica totalitaria, buscar fuera de nosotros una manera de noquearnos de irrealidad. Y conseguir calma sólo hasta tener certero un nuevo encuentro con ello. 


No hay cómo resistirse ante el veneno, no hay manera de contener el impulso de saltar a las vías, no se puede negar al cuerpo el aventurarse a gritar una verdad que nos enjuga los ojos, que nos doblega las rodillas, que nos sacude las entrañas.  

Resulta sencillo encontrarse a un desgraciado rendido junto a una bebida, sosteniendo la botella como si fuera la última barca en mar abierto. Lo mismo que abrazarnos de alguien, anudando a su alrededor nuestra existencia, los días que ya hemos consumido al fuego de un cigarro, tendidos en una cama, ahogados en tequila o con una dolorosa inyección del placebo romántico. 

¿Y si es la botella que nos besa? ¿Y si es la aguja quien nos toca? ¿Y si es el alcohol deseando poseernos? ¿Y si es el tabaco el que nos respira? Pero cuánto hemos juzgado, sin poner sobre la balanza las conductas autodestructivas que nos calzamos a diario. 
La verdad es que lo entiendo porque no estoy a tan larga distancia, sino a sólo unos pasos. Dicha felicidad sombría es como ir a medio metro detrás del estado de ebriedad. Se siente como una punzada en la garganta que te hace querer decir obviedades afectivas a quienes tienes más cerca en plena parranda, como ese clásico “yo te quiero mucho, compa” de todos los borrachos.   


Estar feliz –de esta manera- es como montarse en una montaña rusa marca SpaceRocket; subir y no ser capaz de recordar que pronto vas a volver a caer.

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