martes, 28 de febrero de 2017

El inconsciente no tiene azares, dijo el enano

Trato de evitarlo 
Pongo toda la distancia 
que me es posible entre 
una renovación y otra, 
hasta que seguir 
caminando en mis zapatos 
parece penitencia medieval. 


No visito muchos lugares 
En el primero o en el 
segundo sitio encuentro 
algo sencillo y barato, 
que tenga un poquito de personalidad, 
sin embargo. 


Mis posibilidades son limitadas 
A veces, lo que más 
me gusta está en el género 
contrario, 
del otro lado del piso. 


Tengo que aceptar 
que siempre estoy 
llena de esperanza cuando pido 
en  un inicio un 25. 


La mayor parte de mí 
sabe que eso no funciona. 
Hace tiempo que 
dejó de existir la 
excusa de 'a veces 
vienen reducidos'. 


Incluso, en ciertas tiendas 
existen los 'números y medios' 
o 'medios números' y 
también los solicito. 
Porque, claro, 
igualmente me gusta 
postergar la pena 
de aceptar 
que necesito un 26.


Y entre más grandes 
pido los zapatos, 
más encojo yo 
en el asiento 
acojinado, en frente 
del espejo, con algunas 
miradas curiosas al rededor. 


Así son las cosas,
desproporcionadas,
y surrealistas
y ridículas.


A mí me tocaron pies de yeti
Pudo haber sido peor
Pude haber tenido en  cambio
un ego gigante.






jueves, 23 de febrero de 2017

De noche

Camino por el centro, saliendo del trabajo. Hace días que no llueve y el aire en general está hecho únicamente de exhalaciones. Voy respirando, por ahora, los dejos de cansancio y suspiros de las enamoradas que pasearon por aquí en la  tarde, del cuello de uno o de otro.


No falta el vicio de los carros y camiones que pasan a los lados acabando a su paso con todo lo viviente. La ciudad huele a la vida y a los desechos, y a la comida hecha de aceite, y a los trabajadores sudando, y a los borrachos sentados en la banqueta, obstruyendo el paso, cerrados, ilimitados, pobladores momentáneos de un universo paralelo. 


Me entra a los pulmones una gran mezcla de lociones y me parece ser, en resumen, la que usas tú. Qué excusa. Cualquier viento agradable te menciona, te saluda, me mantiene. Y sabes que esta es una noche cualquiera, como siempre. 



Por eso ahora, que llego a cierto sitio (o a ninguno), recuerdo cuántas veces existí yo, aquí, contigo. Yo. Aquí. Contigo. Y luego voy a recordarte, allá, sin mí, sin dirección y con ninguna. Allá. Sin mí. Sin dirección. Y con ninguna.


Debería encontrar consuelo paso a paso, en estos edificios, en estas horas de sonámbulos y hologramas. Pero no lo he conseguido. Peor si sé que estás detrás de una de estas ventanas, que no muestran ni las luces encendidas.


Y esto duele. No sé si a ti te pasa, pero duele. Pesa mucho hoy, que no conozco el tiempo, no saber cuánto falta para volver a verte unos  segundos y nada más. Me detiene esa cruda pero útil realidad de saber que estás aunque no estés conmigo, aunque no seas cercano, aunque no pienses en mí. 


Puede ser que esté soñando. Que esté, de hecho, durmiendo en tus brazos y en medio de una pesadilla. O por lo contrario, que esté atrapada en un trozo de infinito, ya en el infierno, repitiendo en este purgatorio mi fracción más tormentosa. 


Quizá a ello se deba la densidad, la pesadez, el ardor del exterior y el frío de dentro. Tal vez por eso no distingo muchos de estos rostros e igualmente se ven repetidos los mismos de siempre, también atascados. 


Sólo puedo descubrirlo claramente si sucede, si me es concedido encontrarte aquí pronto. Si es que intercambiamos un instante de indiferencia, o de sonrisa, o de imposible. 


Tienes que saber que todos los días y todas las noches te voy esperando de manera creciente. Tienes que saber que entre más lejano resulta, más emocionante se ofrece la oportunidad de regresar a aquella vida en la que fuimos. 


Tú y yo. Nosotros fuimos. Estoy queriendo que seamos. Y probablemente no sea nunca. 










miércoles, 22 de febrero de 2017

Recopilación impúdica

Gracias al que, frustrado por no ser bien correspondido, alguna vez me dijo: ‘¿sabes qué, Gabriela? ¡Chingas a tu madre!’ Y a la que más tarde, decepcionada de mí (y con razón) sentenció: ‘Ten tantita madre y no me vuelvas a hablar.


Gracias a ese conquistador colmilludo que alguna vez me dijo: ‘a esta gatita le puse ‘Gabriela’, porque está negrita y es un desmadre’. También al que antes mencionó sorprendido: ‘eres bien exótica, güey, de a madre’.


Gracias a la que me consoló cuando me vio el corazón roto con: ‘la vergüenza al final vale madre’. Gracias al que me pidió que hiciera que mi vida se tratara nada más de ‘echarle chingazos’.


Gracias a quien me disparó hace tiempo diciendo: ‘bueno, nunca creí que fueras tan cabrona’, cuando le pedí que nos tuviéramos confianza.


Gracias a la que me enseñó a aceptar cualquier realidad cuando aceptó la suya. ‘¿Qué es lo peor que pueden decir de mí? ¿Qué soy lesbiana? ¡Como si aquí no hubiera más de esas!’


Gracias por los espontáneos ‘sí, güey’, ‘no, güey’, ‘ya, güey’.  


Gracias a todos por darme tantas emociones acompañadas de semejantes palabras, por tener así de presente la figura de mi progenitora, por hacerme reír hasta hoy con su despreocupación verbal.


Gracias por hacer de mí una persona que ya ni se molesta. Gracias por sentirse con el poder y la confianza en la medida justa para demostrarme el valor de lo que anuncian sus voces.


Me gustaría ser como ustedes. 







miércoles, 15 de febrero de 2017

Lo que el escritor no se contó


Le debo una disculpa por romper el básico  precepto de la discreción. Le debo otro espacio más grande, este se debe en realidad a que ya no me podía quedar con las ganas de contar una historia que peca de ser demasiado cierta, demasiado cruda, demasiado noticia y al mismo tiempo demasiado corriente.


Claro que a los dos nos gustaba divulgar relatos. Para bien y para mal, nos dedicamos a lo mismo. O al menos eso diría yo. Del otro lado, para él no paso de hablar de músicos y de más escritores, de poetas y de superficialidades que no pueden compararse con su atrevimiento y su astucia (en mi defensa, este no es mi punto máximo).


Debo reconocer que diferíamos en mucho. A él, por ejemplo, le gustaba (y cito) ‘escandalizar’, exagerar sus vivencias personales disfrazadas de literatura y ficción, de ‘esto me lo contaron, nunca me pasó a mí’, y otras tantas victimizaciones lloronas con tal de conseguir que las mujeres que tanto lo siguen le dijeran como Mauricio Garcés a las suyas (guardados los pronombres): ‘güerito,  yo te consuelo’.


Y yo en cambio me encargaba de ser muy obvia, o de no ser para nada clara. Algunas veces, incluso, no me leyó. Debe ser porque en este mundo las mujeres escriben mayoritariamente relatos de féminas protagonistas y a eso no estamos acostumbrados, a menos que las cuenten en dramatizaciones televisivas ridículas.


Solemos preferir al héroe fuerte, que es al mismo tiempo el hombre sensible que sale herido o habla desde una cantina, bebiendo dolor. Elegimos lo que es supuestamente inesperado, pero se repite muchas veces. Y eso sí, no es tan verdadero.


Nosotros dos nos cruzamos en este camino de preguntas hace un tiempo ya. Lo juro con todo el corazón: yo no tenía más intenciones. Supe a buena hora sobre sus posibilidades de encanto, sobre sus dotes de actor, su indiscutible calidad de original, sus ojos norteños y  tanta experiencia en recorrer ciudades y mujeres con toda la rebeldía del libertinaje, que probablemente no es más que la tristeza queriendo corromper para estar en equilibrio.


De un momento a otro, ya estábamos pasando los días. Viviendo de la mano, retándonos (sin decirlo) a hacer uno con el otro lo que nunca había hecho con nadie. Estuvimos juntos en todas partes, fuimos a ver todo lo que nos cupiera en la memoria.


Sé que en primer lugar nunca le hizo falta contarles a ustedes que uno de sus pasatiempos favoritos era conocer y arrebatar los retratos y cuentos de mujeres lindas en las calles y conglomeraciones que se le presentaban, para seguir alimentando su colección del mismo título, aún si se encontraba conmigo.


‘Yo estoy hecho para buscar y admirar la belleza’, justificaba. Lo divertido era que se cansó de obligarme a posar a mí.  Y como una de tantas cosas, cubría con ello sus huecos. Siempre lo supe: si no es conmigo, será con alguien. Mi relato no interesaba lo suficiente.


Era de esperarse que mientras yo era todo para él, él fuera todo para todos. Porque no les dijo tampoco quién quiso más, quién debía menos, quién se fue en blanco, quién contaba, supuestamente, con más motivos para escribir. Mucho menos reveló sus fuentes.


Lo digo  porque al final volví a ver esos ojos. Vi cómo sonreía en ellos, con ellas, con todas las que no soy yo, pero antes fui. Lo vi mirando a alguien (o a algunas) como antes me veía. Lo vi otra vez de nadie.  Lo vi en el mismo punto en el que lo dejé la última vez y lo encontré la primera.


Nunca quise volver a pasear entre sus letras. Siempre me dolieron las cosas que escribía y que no eran para mí. Debí haberlo dejado solo, para saber en qué cuento terminaba, para ver qué tanto le costaba aceptar que yo existía ahí, detrás de él.


Sé que también se preguntaba si lo que yo escribía era para él o para otro. Al menos en eso,  sigue teniendo ventaja. Total, ¿qué haber hecho que no hiciera alguien ya? Y en su caso, conmigo es todo lo contrario. Pero sé que nos resulta muy difícil hoy, que ya todo se ha contado, crearse un personaje original.


Por último, no afirmó completamente cuánto poder tiene sobre quien se deje. No les dijo que es todavía más ‘vivo’, ni que se hace el malo, porque le gusta que le tengan miedo, no obstante la contradicción también enseña que es peor de lo que imaginamos. Al menos cuando nadie más lo ve.


Y sí, también hay que aceptarlo: el hombre dueño de las letras (este hombre, el dueño de estas letras) es igualmente frágil: muy frágil y muy niño, muy solo y muy noble. Sin embargo, esas serán cosas que sólo se verán de noche, cuando no se entiende nada más.



No me sorprende. El escritor no les contó cuánto lo quise porque estaba ocupado asombrándose por cuánto me quiso, sin que llegara aquello a ser amor.


 

miércoles, 1 de febrero de 2017

Esquirlas Parte I

La cantidad de cosas que he escuchado sobre ti y sobre mí últimamente me impresiona. Nada malo, quiero aclarar. Pasa que yo no recordé antes lo que cada quién dijo en presencia de otros.

Tú, por ejemplo, dijiste que serías el primero en hacerme ver si algo me hacía daño, empezando por ti mismo. Dijiste que yo no era el tipo de mujer que quisiera soportar el sufrimiento.

Yo, por mi parte, aseguré hace tiempo que el amor dura nada más dos años. Peores noticias: acá, al parecer, duró la mitad. 

Luego te recuerdo escribiéndome que  el amor no era suficiente como para que siguiéramos juntos. Y una semana antes de todo, en un conflicto cualquiera, el mensaje había sido que íbamos a resolver lo que viniera, porque siempre lo habíamos hecho.

Me pediste que me casara contigo, que lo único que hacía falta era ponerle fecha. Y luego, que tú no creías en el matrimonio, que me lo habías pedido porque creíste que era lo que seguía, que yo lo quería, como si me hicieras un favor, como si se tratara de darme gusto.

En definitiva, todo cambia. Cambió el hecho de que me había decidido a no tener una relación desechable. Y así cambió tu decisión de dedicarte sólo a ti si estábamos separados. 

Cambió mi deseo porque encontraras a alguien mejor que yo (después de mí), que me superara en todo, que te amara más, que se equivocara menos, que fuera mejor amiga de toda tu familia, que no te fastidiara con su risa, que fuera más inteligente, que fuera más bonita y menos rota. Se volvió resignación cuando vi que mi sucesora puede ser cualquiera que no haga tanto pleito.

Dejaron de gustarme las canciones que me hacían pensar en ti. Ahora las salto y escucho letras políticas, o alegres, o budistas. Continué al siguiente nivel del duelo, queriendo curarme. De nada sirve preocuparse por las cosas que ya pasaron. 

Y tal vez debí haberme dado cuenta a tiempo, pero como lo ves, tenía mucho que aprender porque no estaba despierta. Y quizá sea cierto que tú siempre fuiste así, y que me quedé mucho más de lo que debía la primera ocasión que concordamos en que ya se había acabado.

Pero cada vez que pienso que sin ti he tenido días felices (porque me propuse hace tiempo estar mejor para cuando me vieras otra vez), me pongo un poquito triste y fantaseo con compartirlos contigo. Aunque ahora sé que no me amas. Y no es tu culpa ni la mía. 

Quienes estuvieron antes de mí creyeron que yo iba a ser la última, porque conmigo habías cambiado. Sin embargo, eso no es el amor. El amor no nos hace sentir insatisfechos y enojados porque estamos convencidos de que fuimos obligados a ser otros que no somos. Y siento mucho que creas que por mí hiciste lo que no debías, que no fuera real tu voluntad por mejorar. 

Lo bueno es que, en definitiva, todo cambia. Y esto también va a cambiar. 

P.D. Anoche soñé contigo y no estaba durmiendo. 







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